Hace dos generaciones, el campo estaba lleno de casillas, donde sus dueños y familias vivían todo el tiempo en que había que regar la huerta. Estaba junto al pozo, coronado con una noria donde un burro o una mula giraban para sacar el agua hasta una alberca, y unos cuantos olmos daban una buena sombra.
La siguiente generación logró comprar algún vehículo (bici, moto, coche o el propio tractor), el agua se sacaba con un motor diesel y ya no hacía falta estar tanto tiempo en ellas. Y la siguiente, la mía, las ha abandonado, y solo quedan aquellas convertidas en residencias para el verano, que son mucho más amplias y la alberca ya es una piscina.
Así, la mayoría, se han convertido en cochera para el tractor y archeles, o se han abandonado a su suerte. Al ser de barro y no mantenerse el tejado, se van hundiendo. Los árboles se secan y lo que fuera un vergel se convierte en ruinas desérticas.
Esta forma de vida veraniega, no era aislada, pues había un buen rollo de vecindad entre casillas cercanas. Y por la noche unos se visitaban a otros para la charla nocturna. Los chavales también iban de alberca en alberca para poderse bañar y, cuando la noria estaba funcionando, beber agua fresca de sus pozos.