El aire de la calle lleva amoniaco y dixie. The Monkeys se ganan el pan amenizando el almuerzo de los guiris en la calle Granada. Bajamos a la Alcazaba. En la entrada al Paseo por la Catedral hay una majestuosa ceiba (chorisia o palo borracho) cargada de verdes cotorras. Aquí les llamamos periquitos, Málaga está llena. Este árbol lleva aquí unos veinticinco años. Hay uno mayor allí al principio, yo lo conozco desde que nací. (Parece que lo hombres que negociaban en América la trajeron de Argentina en el XIX).
Pasamos la mañana en la Alcazaba, esta especie de simulador del Edén a base de patios sombreados con vistas. Una suerte de vergel privado. Flipo en este laberinto de geometrías orientadas al placer, a la felicidad. Los arcos imposibles, el juego de niveles, el diseño de los suelos como estampados de telas, combinando formas, tonos, colores y texturas, el complicado juego de la vegetación. Me entretengo dibujando sin prisas. No hay ninguna razón para no quedarse. Mas tarde nos sentamos en lo que queda del teatro romano.

En La Cueva tomo café mirando desde sus grandes escaparates los movimientos de la calle y sus palmeras mientras una señora le cuenta TODA su vida a una joven atónita.
Bajamos al Paseo de la Alameda. Junto a la placa de algunas calles, alguien ha puesto unos mosaicos de marcianos pixelados. En el 18 está la Antigua Casa de Guardia, una vieja taberna de más de 200 años, llena de vinos en barricas. Bebemos moscatel y cerveza, mientras el camarero me hace la cuenta con tiza sobre el mostrador de madera. Salvador lleva una moña en lo alto de la cabeza, los laterales rapados y una barba pelirroja. Con la manga de la chaquetilla levantada, luce un faro con dos palmeras. Manolo se quita las gafas para verse y acerca sus ojos a unos milímetros de mi dibujo. Nos invitan.
